La que corta el bacalao
La próxima vez que alguien se me quede mirando como escribo con la mano izquierda o se atreva a decir algo semejante a, más o menos, "... pero si escribes bien... para ser zurda, tu letra se entiende perfectamente", juro por todos los Santos Patronos del Bebercio Mundial que, sin mediar palabra alguna, le estamparé una sonora bofetada -en realidad, que se oiga o no es lo de menos-, por aquello de que hay situaciones en las que no cabe el diálogo.
Hace un ratillo, un compañero que estaba esperando a que llegara mi jefe, se ha sentado frente a mí para hacer tiempo -odio que la gente haga esto, como si entrase dentro de mis obligaciones el hacer de anfitriona laboral-. Por lo que he podido entender, nunca antes se había fijado en mi tendencia siniestra -¡qué requetemala malísima soy!-. Y cual licenciado con honores en la especialidad "Estupideces Varias y Metodología del Carpetovetonismo", me ha contado a cuantos zurdos conoce y lo mal que éstos se llevan con el mundo diestro -esto último no me extraña nada-. La perorata ha alcanzado su punto más caliente en el momento en el que el Estúpido Cum Laude ha referido que cree que su hijo pequeño es zurdo porque agarra la cuchara con la mano izquierda y le chuta al balón con la pierna contraria a la diestra: por lo que se ve, no le hace demasiada gracia. Es más, me ha contado cómo lo "reorienta", a base de pequeñas trampas ¿didácticas?...
En fin, que esta pequeña anécdota me ha hecho recordar otras situaciones en las que, por el mero hecho de ser zurda, algunas personas me han tratado como si fuese un bicho raro o algo parecido. Cuando trabajaba en el taller de confección, cada vez que cojía las tijeras de sastre -son enormes-, la encargada se me quedaba mirando, a la espera de que ocurriese una desgracia y en la época en la que estuve de dependienta de salazones en un supermercado, las mujeres que venían a comprar el bacalao se negaban en rotundo a que lo cortase a trocitos porque el hacha que se emplea para estos menesteres es incluso más grande que la que todos estamos habituados a ver en los mostradores de carne. Tenían miedo de que, en uno de los golpes que le diese a la pieza, se me fuese el tino y me cercenase un dedo o algo similar. Al principio me cabreaba sobremanera, y siempre les preguntaba que por qué tenían ese miedo, que yo era zurda de toda la vida y que si no estuviese preparada para hacer ese trabajo, estaría haciendo otro. Pero con el tiempo, acabé aprovechándome de la situación y cuando alguna señora me miraba con cara de "madre mía... no quiero mirar cómo se corta", le empaquetaba el pescado en las dos mitades de rigor, sin más comentarios y diciéndome a mí misma "faena que me ahorro".
He rescatado unas fotos que le hice a la "isla" -así se llaman estos inventos en el lenguaje comercial- en la que estababan instalados los productos de salazones, o sea, el salazón propiamente dicho, los frutos secos y los encurtidos -las aceitunas y demás-. Son de malísima calidad, pero me traen buenos recuerdos -aunque el trabajo era duro y pesado-.