El bello durmiente
Esteban duerme. Ya no lo miro. Antaño, ya no sé cuánto hace, esperaba a que su respiración sonase acompasada para alzarme sobre mi codo derecho y contemplar el espectáculo: su rostro perdía la fuerza que le aportaba la luz del día y las sombras lo convertían en un ser vulnerable, como yo, a fin de cuentas. Detalles como aquél se acomodaban en mi regazo y cuando echaba en falta su mano encima de mi hombro, recurría a ellos para acariciarlos.
Hoy, cuando me dirigía a la parada del metro, he detenido mi marcha. Un joven descansaba plácidamente, tumbado en un banco del parque de San Andrés. Sabía que Lucía estaba esperándome; pero... sinceramente, me ha dado igual. La monotonía de un café que sabe exactamente igual que el primero que tomamos juntas hace ya más de treinta años, no es ningún aliciente. Bien pensando, no es nada. Una línea continua. Sin altibajos.
Sólo he estado allí diez minutos. Poco tiempo. O quizás, todo el tiempo del mundo. En realidad, el tiempo no debería medirse por su extensión, sino por su intensidad. Diez minutos que han supuesto un millón y medio de desdichas y una docena de ternuras del tipo "Manual del buen esposo". Antes de marcharme, he pensado en acercarme al joven. Para saber cómo se ve de cerca la despreocupación. Para cerciorarme de que la dureza de la vida a unos les deja amargura en la mirada y en la punta de la lengua y a otros, les ayuda a disfrutar, sin más.
Tras una corta indecisión, he llegado hasta él y después de inclinarme sobre su rostro, he besado sus labios. No se ha despertado. Tampoco se ha convertido en mi príncipe valiente. Ha seguido durmiendo. Yo, en cambio, he escuchado cómo sonaba la alarma de un pequeño reloj despertador que, desde hace años, llevo colgado del cuello con la ayuda de una cadena de oro. Fue un regalo de Esteban. Para cuando di a luz a Fermín, el primer varón.
Todavía no sé cómo ha podido pasar... el reloj dejó de funcionar porque yo misma lo estampé contra el suelo, una tarde de hace ya siete años. De camino a casa de Marita, entré en la pastelería de Doña Generosa. La calidad de sus merengues era conocida en toda la ciudad y no quise resistirme. Mientras hacia cola para que me atendieran, vi a una pareja caminando por la acera de enfrente. El gesto del hombre me hizo sonrerír: le estaba colocando la bufanda a la mujer para que no quedara resquicio alguno por el que pudiera entrar el gélido aire invernal. Al acabar, le dio un beso en los labios y fue al apartarse cuando lo reconocí.
Mañana ya no hará falta que me sienta culpable por no querer velar el sueño de Esteban.
Las ranas encantadas, los príncipes valientes y las hadas madrinas son pura invención humana. Los que sí que existen son los bellos durmientes.
Fotografía de la que surgió la idea del texto: Hombre tumbado en banco.
0 comentarios