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De espaldas

Mujer y sola en la vida

Mujeres perfectas



Cada vez estoy más convencida de que, desde el momento en el que, por la circunstancia que sea, una fija más la atención sobre un asunto en particular, la información sobre éste, te llega a las manos como si del mismísimo Maná se tratase. En ocasiones tengo la sensación de que sí que existe una mano divina que intercede para que esto ocurra, aunque si he de ser sincera, hace ya tiempo que una amiga psicóloga me explicó que estas situaciones se daban porque se desarrolla una percepción especial hacia el referente deseado; en definitiva, se está mucho más receptiva, se activan los radares para permanecer alerta.

¿Y a santo de qué viene esta reflexión matutina de café de calcetín -o sea, de máquina-? Pues a que mientras esperaba a que una compañera terminará de atender a un ciudadano para poder explicarle un trámite que ella desconocía, he cogido de encima de su mesa un diario gratuito y le he echado un vistazo. Nunca antes había caido en mis manos ese periódico -de hecho no tenía ni idea de que existía- y la mirada se me ha ido directamente al nombre de una sección que ha resultado ser una columna de opinión: "Carpe Diem". La de hoy habla sobre las revistas de mujeres. Me ha hecho gracia, porque hace días que llevo dándole vueltas al incremento -al menos a mí me lo parece- de anuncios publicitarios sobre este tipo de publicaciones. Intuyo que esto ocurre porque se acerca el verano y por desgracia, con él vienen de la mano toda una serie de reglas adaptadas a la sociedad a fuerza de restringir la autoestima de muchas féminas.

Todavía recuerdo la época en la que estuve enganchada a Dunia -desconozco si se sigue vendiendo-. En casa de mis padres apostaría a que todavía debe de quedar algún ejemplar extra con multitud de recomendaciones para ser la más mejor del mundo mundial del universo supra-universal de todas las galaxias existentes. Cuando comencé a comprarla tenía 14 años y dejé de hacerlo a los 21. Tiempo más que suficiente para que el mensaje que se enviaba a todas las lectoras fuese haciendo su camino en mí: modifiqué la forma de comportarme y, lo más importante, la forma de ver la vida y las cosas que me rodeaban para asemejarme, cuanto más, mejor, a todo aquello que se reflejaba en el papel couché -como si fuera la única Verdad Suprema-. Puede resultar innecesario que diga lo perniciosas que pueden llegar a ser este tipo de plubicaciones -más si caen en manos de una adolescente-, pero tampoco está de más: perfección estética, perfección estética y perfección estética. No existe otra cosa para estas revistas. Bueno, sí: sé la mejor trabajadora, la mejor madre, la mejor amante, la mejor amiga, la mejor compañera, la mejor hija, la más guapa, la más delgada, la más elegante, la mejor cocinera, la más ocurrente, la más divertida, la mejor... la mejor de TODO. No sigo, porque Joaquín Serrano, el autor de la columna que he citado más arriba, lo cuenta mucho mejor que yo:

Me encanta leer, y si no tengo nada mejor, leo cualquier cosa. Con esta excusa le eché mano a unas revistas que compró mi señora sobre cosas de mujeres, no las de malicioso cotilleo, sino de esas que interesan a las chicas enrrolladas. Había reseñas de libros y discos, indicaciones de viajes prometedores y restaurantes deliciosos que están de moda, ¡ah amigo! y ese es el quid, la moda, y aquí empiezo a alucinar, porque dogmatiza sobre lo que tienes que hacer si quieres ser “fashion”: primero, cuerpo perfecto, y siempre joven, culo de mármol, masajes a todas horas y cosméticos a montones.


Las prendas de ropa, todas de marca y carísimas. El sexo, bueno, no parar, te explican cómo ser deseable, que las mujeres agresivas sexualmente triunfan en la vida, y que el deseo se contagia, cómo dura más el orgasmo, y los sitios del placer, mujer X y punto G, disfruta del vicio.


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"Feminismos y reacción"

Encontré el capítulo del ensayo Solas de Carmen Alborch, al que hacía referencia en un comentario a la entrada de hoy, "El rey del mundo". Transcribo algunos párrafos que, al menos para mí, esclarecen en gran manera la tergiversación que, por parte de la sociedad en general, se hace hoy en día del movimiento feminista y del espíritu de reivindicación que, más tarde o más temprano, nace en la mayoría de las mujeres:
... Sin embargo, no podemos ni debemos ignorar la realidad, porqqe el llamado triunfo de la mujer puede anestesiar la conciencia de la desigualdad, ya que, como repetimos insistentemente, frente a la igualdad legal existe la desigualdad real. Las mujeres no ocupamos o participamos del núcleo duro del poder, ya sea económico o político, y el acceso a los máximos niveles de responsabilidad sigue estando para ellas lleno de obstáculos, e incluso vedado, de manera que el principio por el cual a igual trabajo corresponde igual salario no se plasma de forma generalizada.

... Por todo ello parece claro que el feminismo, aunque tenga ya una historia, no es sólo historia, y sus objetivos no atañen exclusivamente a las mujeres, sino que su consecución es requisito imprescindible para la construcción de una democracia más plena y verdadera. Es, como diría Victoria Camps, entre otras, una tarea de interés común. A pesar de ello, y aun siendo conscientes de que el poder no se cede o se comparte sin resistencias, y de las nuevas argucias o estrategias que pueden inventar quienes las detentan, a las mujeres nos gustaría poder hablar con posibilidades de éxito y verosimilitud de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres que llevara a compartir los derechos y las responsabilidades en las esferas públicas y privadas, a sabiendas también de las dificultades que un pacto así puede tener cuando una de las partes ocupa todavía posiciones de subordinación, lo que la lleva a rechazar y denunciar constantemente todo lo que sea un impedimento para la igualdad. A esto no debe ser en absoluto ajena, desde luego, la acción política, que necesariamente ha de impulsar políticas activas de apoyo a las mujeres con el fin de seguir progresando y evitar retrocesos. Porque en este ámbito nada es neutral ni automático, ni tan siquiera en el seno del llamado Estado del Bienestar.


...Efectivamente, se ha llegado a afirmar que la liberación de la mujer nos ha quitado aquello en lo que se apoya la felicidad de la mayoría de nosotras: los hombres. Que hemos perdido terreno en lugar de ganarlo y que estamos en un callejón sin salida. El feminismo -se dice- es culpable de la crisis de identidad de las mujeres, obviando, entre otros, el hecho de que las crisis a veces también son necesarias. Pero no es que reivindiquemos nuestra condición a ser tratadas como seres humanos y nos coloquemos en la cima del mundo, como afirman los mensajes que esquematizan el movimiento feminista, sino que buscamos formar parte de él dignamente, intentando superar la discriminación más antigua y más injusta de la historia, la que se basa en la mera pertenencia a un sexo y no aplica un principio básico de la modernidad: el principio de igualdad.

Estos mensajes, que tan extensa y profundamente desvela Susan Faludi, en su obra "Reacción: la guerra no declarada contra la mujer moderna" -ganadora del premio Pulitzer-, tras analizar medios de comunicación, series televisivas y películas que reproducen, lanzan y afianzan unos determinados modelos, conforman una reacción antifeminista que se relaciona con el neoconservadurismo de Estados Unidos y que no se desencadenó precisamente porque las mujeres hubieran conseguido plena igualdad con los hombres, sino porque parecía posible que llegaran a conseguirla. Se trata de un golpe anticipado que las frena mucho antes de que lleguen a la meta. Pero, además, ¿de qué igualdad hablan? Si la pobreza es fundamentalmente femenina, si los salarios de las mujeres son más bajos, si se nos intenta manipular constantemente, si somos víctimas del abuso y la violencia sexual, si las verdaderas instancias del poder permanecen en manos masculinas, si seguimos sin compartir con los hombres lasa responsabilidades públicas y privadas.

Hacer del feminismo un enemigo de la mujer contribuye a los fines del neoconservadurismo cuyo objetivo es propiciar que cierto número de mujeres se vuelva contra su propia causa. Como escribía en 1913 Rebecca West, "no he podido descubrir exactamente qué es el feminismo: lo único que sé es que la gente me llama feminista cada vez que expreso sentimientos que me diferencian de un felpudo". La propuesta del feminismo es muy simple: que no se oblige a las mujeres a elegir entre la felicidad privada y la justicia pública, y que tengan libertad para decidir por sí mismas acerca de su identidad -y no que sea definida por la cultura de la que forman parte y los hombres con los que conviven-.

El rey del mundo

Así titula Maruja Torres su columna del domingo pasado en el suplemento de El País: "El rey del mundo". ¡Cuánta razón tiene esta mujer! Mientras la leía, tuve la impresión de que de una u otra forma ella ha tenido que sentir exactamente la misma impotencia que yo cuando, al hablar sobre la igualdad de la mujer y apuntar ciertas situaciones que todavía son aceptadas por la mayoría de la sociedad como algo bueno y hasta lógico, la gente que participa en el debate te responde que estás extralimitándote y que eres una exagerada. Por supuesto, el remate a esa descalificación carente de argumento, lo colocan añadiendo: "el feminismo está muerto, estás desfasada".

Si reivindicar que existen enormes desigualdades culturales -la paridad, aparte de ser injusta (aunque necesaria) tiene como consecuencia que el resto de medidas se olviden, porque parece que ya está todo hecho-, fruto de una educación sexista es estar desfasada, apaga y vámonos...

Acá dejo los últimos párrafos de la columna:

"
... Por lo demas, escuchábamos y asumíamos con toda naturalidad las letras de los tangos, de los boleros y coplas que nos instruían en la maldad de la Mujer, carne de puta y de traición; en la bondad de la Madre, y la superioridad inapelable del hombre, Rey de la Creación condenado a sufrir algún que otro momento de debilidad por culpa de una de las lagartas contra las que ya le previno su santa madre.

Los malos tratos de entonces no trascendían. La ley franquista amparaba al macho. ¿Mataban ellos a sus mujeres como lo hacen hoy? Había mucho "crimen pasional" en los periódicos, creo recordar. Siempre en una dirección, de ellos a ellas. Si era al revés, se llamaba asesinato. Pues que la mujer sintiera pasiones tampoco estaba bien visto.

Tantos años después, han cambiado las músicas y las letras, pero siguen vigentes ciertos mensajes fundamentales que contribuyen a la construcción del modelo de futuro espécimen masculino frustrado. Los anuncios: coches y todo tipo de artilugios pra quienes triunfan en la vida, mujeres que aparecen junto a los cohes y a los artilugios como si admiraran y amaran para siempre al hombre que los posee.

Y las madres. Veo a algunas en el parque de juegos que tengo cerca de mi casa: "Corazón, no hagas caso de tu hermana; anda, súbete al trampolín". "Nena, deja a tu hermano en paz, ¿no ves que es más pequeño, que es un chico? Anda, dale la pelota, no seas boba". ¿Se prolongan esas actitudes en casa? ¿Se inocula la idea del triunfo futuro al que todo hombre tiene derecho por el simple hecho de existir y de ser el hijo de su madre; la incapaz de perdonarse por fracasar; la futura rabia, desviada hacia quien les abandona?

"Mamá, mira, he quemado el piso con esa zorra y sus hijos dentro. Mamá, ¡soy el rey del mundo!".





Addenda 13:49

Como tiene que ver con el asunto que se trata en la entrada, la amplío, aunque no esté relacionado, estrictamente, con la columna de Maruja Torres: en la Comunidad autónoma valenciana se ha constituido un foro contra la violencia doméstica y curiosamente han excluido a las asociaciones de mujeres para no discriminar a ninguna, ya que, según los "organizadores" son tantas, que a la fuerza, alguna se les debería de pasar por alto.

¡Manda narices! Se necesita ser... mejor me callo...

Retazos

...En casa, mientras hacía una cosa y otra, ha sonado el teléfono varias veces. Una vez era mi madre, que se pasa el día sentada en su butaca mirando la pantalla de la televisión y se aburre y se deprime porque ya no puede salir sola a la calle, y le gustaría que yo fuera a visitarla y a distraerla. Cuando he colgado el teléfono es cuando le he hablado de verdad y le he dicho todo lo que nunca le diré porque, conforme el tiempo avanza, mis propias razones y argumentos se van debilitando, y ya no me siento con derecho a hacerle reproches a mi madre, a decirle que hubiera podido organizar su vida de otro modo, y tratarme y considerarme de otro modo, de manera que sé que nunca conseguiré hablar con ella de verdad, porque ya no hay verdades entre nosotras sino una red de necesidades, de apegos, de recuerdos.


...Lo que veo con toda claridad es la tarde en que me cité con él en el bar de enfrente de la oficina, y sé lo nerviosa que me sentía al salir de casa y mentir, diciendo que había trabajo atrasado y que no me podía tomar la tarde libre. Me tiembla la voz cuando miento, me tiemblan las manos y hasta las piernas, y si alguien me mirara fijamente estaría dispuesta a confesar toda la verdad, pero, asombrosamente, nadie se da cuenta y así yo miento de vez e ncuando sin que nada se derrumbe.


Extraidos los dos párrafos del cuento "La necesidad de marcharse de todos los sitios", incluido en "Gente que vino a mi boda" de Soledad Puértolas

Walimai

Leyendo una entrada de Ana en la bitácora Alas y Balas, he recordado lo mucho que me impactó un cuento de Isabel Allende, incluido en el libro Cuentos de Eva Luna. Lo traigo hasta aquí, aunque sólo sea un trozo, porque es largo. Merece la pena, aunque es bastante duro:

...Me llevaron a trabajar con los caucheros, donde había muchos hombres de otras tribus, a quienes habían vestido con pantalones y obligaban a trabajar, sin considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y no había suficiente gente por esos lados, por eso debían traernos a la fuerza. Ése fue un período sin libertad y no quiero hablar de ello. Me quedé solo para ver si aprendía algo, pero desde el principio supe que iba a regresar donde los míos. Nadie puede retener por mucho tiempo a un guerrero contra su voluntad.


Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para quitarles gota a gota la vida, otros cocinando el líquido recogido para espesarlo y convertirlo en grandes bolas. El aire libre estaba enfermo con el olor de la goma quemada y el aire en los dormitorios comunes lo estaba con el sudor de los hombres. En ese lugar nunca pude respirar a fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas latas, que jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer en unos tarros. En un extremo del cmapamento habían instalado una choza grande donde mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando con el caucho, el capataz me entregó un trozo de papel y me mandó con ellas. También me dio una taza de licor, que yo volqué en el suelo, porque he visto cómo esa agua destruye la prudencia. Hice la fila, con todos los demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar en la choza, el sol ya se había puesto y comenzaba la noche, con su estrépito de sapos y loros.


Ella era de la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas más delicadas. Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los Ila, les llevan regalos y cazan para ellos, en la esperanza de conseguir una de sus mujeres. Yo la reconocí a pesar de su aspecto de lagarto, porque mi madre también era una Ila. Estaba desnuda sobre un petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo, aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el "yopo" de la acacia, tenía el olor de los perros enfermos y estaba mojada por el rocío de todos los hombres que estuvieron con ella antes que yo. Era del tamaño de un niño de pocos años, sus huesos sonaban como piedrecitas en el río. Las mujeres Ila se quitan todos los vellos del cuerpo, hasta las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se atraviesan palos pulidos en las mejillas y la nariz, se pintan dibujos en todo el cuerpo con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del carbón. Pero ella ya no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y la saludé como hermana, imitando algunos cantos de pájaros y el ruido de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé con fuerza el pecho, para ver si su espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo eco, su alma estaba muy débil y no podía contestarme. En cuclillas a su lado le di de beber un poco de agua y la hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió los ojos y miró largamente. Comprendí.


Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen sorbo a la boca y lo lancé en chorros finos contra mis manos, que froté bien y luego empapé para limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella, para quitarle el rocío de los hombres. Me saqué los pantalones que me había dado el capataz. De la cuerda que me rodeaba la cintura colgaban mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de tabaco, mi cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una bolsa de cuero bien firme, donde tenía un poco de curare. Puse un poco de esa pasta en la punta de mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con el instrumento envenenado le abrí un corte en le cuello. La vida es un regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su familia, él procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le ofrece. A veces, por desgracia, un hombre mata a otro en la guerra, pero jamás puede hacer daño a una mujer o a un niño. Ella me miró con grandes ojos, amarillos como la miel, y me parece que intentó sonreír agradecida. Por ella yo había violado el primer tabú de los Hijos de la Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de expiación. Acerqué mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repeti dos veces en mi mente para estar bien seguro pero sin pronunciarlo en alta voz, porque no se debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella ya lo estaba, aunque todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le paralizaban los músculos del vientre, del pecho y de los miembros, perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un suspiro y su cuerpo se murió sin luchar, como mueren las criaturas pequeñas...

Mujeres, de una en una



El pasado 8 de marzo fue el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Nada que no sepamos todos ya: casi con absoluta seguridad, no quedó un solo medio de comunicación que no se hiciese eco del evento y no le dedicase parte de su tiempo; ya fuese éste en forma de papel o de minutos televisivos/radiofónicos. A mí, hasta algunos compañeros llegaron a felicitarme: mi cara de póker fue tan evidente que tuvieron que recordarme que era mujer, y además, trabajadora.

Después de todo lo leido y escuchado al respecto, sigo pensando que el hecho de que una reivindicación se institucionalice, adjudicándole una fecha para su celebración, es una manera poco seria de afrontar el problema: "tomad esta dádiva, hijas mías, que así estaréis calladas el resto del año". Puede que exagere, lo sé; es innegable que, al menos, durante los días cercanos a la fecha, el discurso feminista o pro-féminas es bastante más prolífico. Y eso es bueno. Dicho esto, el resto es reducir un problema de elevada envergadura a una simple anécdota tipo "¡es que son unas santas, trabajan tanto...!".

Quisera resaltar un par de cosas que me han llamado la atención esta semana. La primera, es una explicación al origen de la celebración, que se separa de la versión que todos conocemos -la de las mujeres que murieron carbonizadas en una fábrica de NY, al ser encerradas por su empresario- y que no deja de resultar interesante/inquietante. No he tenido tiempo de averiguar si existen más páginas en las que se hable de esta versión oficiosa ni oportunidad de confrontar datos, pero creo que no está de más el conocerla.

La segunda es un artículo de opinión, de Soledad Puértolas, titulado "Mujeres, de una en una" -me he permitido la licencia de encabezar esta entrada con esa frase-, publicado el domingo 7 de marzo en el Magazine. Me ha gustado mucho su enfoque: desde hace ya bastante tiempo que tengo claro que cuando se habla de igualdad de derechos se ha de hacer desde la individualidad, partiendo de la circunstancia de SER UNA, no una colectividad -soy consciente de que los grupos son indispensables para conseguir logros sociales-. Lo transcribo:

Antes de ponerme a escribir estas líneas, se me ha venido a la cabeza el personaje colectivo que protagoniza la última novela de Cristina Sánchez-Andrade, "Ya no pisa la tierra tu rey". Mujeres. Veintitantas monjas, ni más ni menos. No he leído el libro en busca de un mensaje especial para las mujeres, ni creo que la autora se lo haya planteado así, pero ahora, mientras trato de decir algo especial sobre las mujeres, habiendo tantas cosas que decir, lo primero que se me ocurre es pensar en las veintitantas monjas de la novela, en ese ente colectivo e indeterminado -no son veinte ni treinta, sino veintitantas- que va de aquí para allá como una sola mujer, negándose a sí mismo la menor pretensión de individualidad.


Mujeres. Claro que hay muchas cosas que decir. ¿Han alcanzado la misma consideración social que los hombres?, ¿disfrutan, de verdad, de los mismos derechos?, ¿tienen acceso a los mismos o equivalentes puestos de trabajo?, ¿por qué hay tantos casos de maltrato contra las mujeres, de abuso sexual, de violencia?, ¿son, de hecho, las mujeres, distintas de los hombres en algunos aspectos, la sensibilidad, la sentimentalidad?, ¿escriben las mujeres de forma distinta? Un sinfín de preguntas que nos llevaría a detallados análisis sociales y psicológicos. Se avanza en el terreno de la consideración igualitaria, se retrocede. No parece una causa fácil. Tiene detractores poderosos y fanáticos. En todos los campos, en todas las sociedades.


Hombres. Poder. Mentalidad masculina. Hábitos nacidos de esa mentalidad. También tendríamos que hablar de eso. Barreras de defensa, desconfianza, inseguridad personal, desequilibrio social. Pero, ¡es tanto! El asunto nos desborda, ¿cómo plantearlo debidamente? Todo lo que decimos parece obvio, mil veces dicho, y, a la vez, ¿por qué no se ha avanzado como hubiera debido avanzarse?, ¿qué podemos hacer para que las sociedades dejen de poner obstáculos y límites a las mujeres, para lograr esa consideración igualitaria que, lo comprobamos cada día, cada hora, cada minuto, aqui y allá, está lejos de haberse alcanzado?


Las mujeres aún son, somos, eso, veintitantas monjas. El personaje colectivo de la novela de Sánchez-Andrade. Un ente. Y, por cierto, inferior. MIentras sean, seamos, un ente, es más fácil manejarlo, manejarnos. El problema empieza cuando se descubre que en el ente hay individualidades, seres que pugnan por ser ellos mismos. En la novela, el rebaño de monjas se enfrenta, al final, a la libertad. Allí se termina la historia del convento y empieza la historia personal de cada una de las monjas, allí se disuelve el vago "veintitantas" y podrían empezar muchas historias. Empezaría la concreción, lo individual.


Es cuioso que en la historia lo individual haya producido tanto miedo, que se hayan fundado tantos movimientos enarbolando ideas colectivas, que haya habido tanta batalla, tanta guerra, para eliminar el espíritu de la diferencia. Somos distintos, tan distintos que asombra lo muy parecidos que a primera vista parecemos. Los mismos derechos para todos, las mismas personalidades, la misma consideración, ésa es la meta. Alcanzada, miraremos a las mujeres de una en una. Pero puede que si no empezamos a hacerlo desde ahora, cuando aún estamos lejos de ella, nunca la alcancemos.

Feminismos y reacción (I)

Comienzo, con esta entrada, a transcribir el capítulo que me ha parecido más interesante de Solas. A mi modo de ver, es en estos párrafos y en los que le seguirán, donde la autora dibuja de una manera clara y contundente lo que, hoy por hoy, significa ser mujer y, además, haber elegido la opción de no formar una familia al estilo tradicional.

En un momento en el que la palabra feminismo está un tanto trasnochada, porque, a priori y sin profundizar en la situación, parece que la mujer disfuta ya de todos los derechos por los que este movimiento social -el feminismo- ha estado luchando durante casi siglo y medio, no está de más el recordar que eso no es así y que se ha de perserverar, en tanto en cuanto existan diferencias evidentes en el disfrute de unos derechos que no son inherentes por el mero hecho de ser personas.

Feminismos y reacción

En este siglo se han reconocido los derechos humanos y los derechos de la mujer como parte de ellos, en la medida que se exige la no discriminación por razones de sexo; se ha consagrado el principio de igualdad al máximo nivel legal, desencadenando las diversas políticas de igualdad; se han generado cambios importantes en el derecho de familia y, dentro de él, en los derechos de las mujeres; se ha producido el acceso masivo de las mujeres a la educación y, en consecuencia, la posibilidad, al menos teórica, de acceder a cualquier trabajo o presión, llegándose a reconocer en algunos países la discriminación positiva; se ha conquistado el derecho al voto y la consiguiente legitimación para acceder al poder político, impulsándose la democracia paritaria. Es el siglo de los feminismos, de la liberación o revolución sexual, del derecho al goce y disfrute del propio cuerpo, de la anticoncepción, de la maternidad consciente o elegida –y la consecuente separación entre sexualidad y maternidad, es decir, la posibilidad de escapar del rol tradicional-, de los importantes cambios de costumbres y mentalidades, de la crisis de la familia tradicional hacia formas convivenciales menos jerarquizadas y represivas, de la revolución tecnológica y la ingeniería genética.


Sin embargo, no podemos ni debemos ignorar la realidad, porque el llamado triunfo de la mujer puede anestesiar la conciencia de la desigualdad, ya que, como repetimos insistentemente, frente a la igualdad legal existe la desigualdad real. Las mujeres no ocupamos o participamos del núcleo duro del poder, ya sea económico o político, y el acceso a los máximos niveles de responsabilidad sigue estando para ellas lleno de obstáculos, e incluso vedado, de manera que el principio por el cual a igual trabajo corresponde igual salario no se plasma de forma generalizada.


Por otra parte, pero en la misma línea, hay un tema que evidencia de una manera trágica el hecho de que a la mujer se la considera todavía un objeto propiedad del hombre. Me refiero, obviamente, a la violencia sexual, que, como es sabido, no se restringe a países lejanos ni a prácticas exóticas, sino que adquiere un rostro cotidiano en la sociedad occidental: los malos tratos, los asesinatos, las violaciones, el acoso sexual, el sexismo rastrero y el diario temor doméstico.


Por todo ello parece claro que el feminismo, aunque tenga ya una historia, no es sólo historia, y sus objetivos no atañen exclusivamente a las mujeres, sino que su consecución es requisito imprescindible para la construcción de una democracia más plena y verdadera. Es, como diría Victoria Camps, entre otras, una tarea de interés común. A pesar de ello, y aun siendo conscientes de que el poder no se cede o se comparte sin resistencias, y de las nuevas argucias o estrategias que pueden inventar quienes las detentan, a las mujeres nos gustaría poder hablar con posibilidades de éxito y verosimilitud de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres que llevara a compartir los derechos y las responsabilidades en las esferas públicas y privadas, a sabiendas también de las dificultades que un pacto así puede tener cuando una de las partes ocupa todavía posiciones de subordinación, lo que la lleva a rechazar y denunciar constantemente todo lo que sea un impedimento para la igualdad. A esto no debe ser en absoluto ajena, desde luego, la acción política, que necesariamente ha de impulsar políticas activas de apoyo a las mujeres con el fin de seguir progresando y evitar retrocesos. Porque en este ámbito nada es neutral ni automático, ni tan siquiera en el seno del llamado Estado del Bienestar.

Seguiré en otro ratillo.