Ayer tiré al contenedor de papel una caja de cartón que tenía 18 años. Era enorme, y llevaba por dentro un refuerzo desmontable para que el material no se pudiese doblar. Casi tan resistente como una caja de madera o de plástico. En una de sus tapas llevaba pegada una etiqueta en la que se veía escrito el nombre de una empresa y la dirección de ésta:
Confecciones Keras, S.L.
C/Juan de Molina nº 20 b
Llevo dos días sumergida en una especie de batalla campal: no, no me estoy pegando con nadie ni nada parecido, pero a veces, los papeles, los utensilios, los muebles, te plantan cara como si, sabiéndose éstos próximos a su desaparición, no quisieran para ellos un final tan triste. En casa tengo, en una habitación, los restos de lo que fue un taller de confección que montó mi padre en el año 1982: dos máquinas de coser y una remalladora de cinco hilos -la caja de la que me deshice era la que la trajó embalada, en 1986-.
Hace mucho tiempo, cuando mi padre era un medio niño, medio hombre, su familia vendió unas tierras y uno de sus tíos -mi abuelo desapareció en el frente de Pozoblanco, en la guerra civil-, metido en su papel de padre adoptivo, les preguntó a sus dos sobrinos qué tipo de regalo desearían si se dedicase a ese menester un piquillo que había sobrado de esa transacción. Mi tío pidió una escopeta y mi padre una máquina de coser. Todavía está en mi casa de Linares: una singer de cabeza negra, con pedales y rueda de hierro fundido, y una caja-funda de madera. Hermosa. O quizás no sea exactamente hermosa, pero su sonido, cuando comienza a escucharse el va y viene constante del pedal, me arranca una sonrisa. A veces la he contemplado, arrobada, como si fuese una obra de arte única.
Trabajaba de aprendiz de la costurera del pueblo -creo que no tenía más de doce o trece años-. Y a los dieciséis se vino a Valencia, a tratar de solventarse la vida. Nada nuevo bajo el sol, un emigrante más en busca de mejor sustento. Aquí consiguió trabajo en una sastrería muy conocida y, entre puntada y puntada dada a las solapas de los abrigos, hacia de chico de los recados. Fue ascendiendo poco a poco, y tras algunos años metido de lleno en hacer trajes a medida por encargo, se pasó al mundo de la confección en serie, en la que los conceptos básicos de la costura son completamente distintos. Por su preparación, siempre fue encargado de cadena y si la empresa en la que trabajaba, abría un nuevo taller en algún pueblo de la provincia, lo enviaban a él para que lo pusiese en funcionamiento y adistrase a las empleadas -la foto que ilustra esta entrada es del taller de Camporrobles (Valencia), allá por el año 1964; es curioso, todas las mujeres llevan el pelo corto, no se salva ni una-.
Llegaron las vacas flacas y a finales de los setenta la empresa cerró y mi padre se encontró con 45 años y desocupado. No había trabajo o, mejor dicho, nadie quería darle empleo a una persona, que por su nivel y preparación, requería un sueldo elevado, acorde a sus conocimientos. Los más jóvenes no sabían tanto, pero su inexperiencia se suplia con el ahorro en el salario y con una asegurada mansedumbre. Con ese panorama, decidió crear su propio taller de confección. Fue dándole vueltas al proyecto durante casi dos años, y hasta llegó a patentar una marca para pantalones vaqueros,
FIMACS, -estuvo un tiempo trabajando en una subcontrata para LOIS- de los que vendimos alrededor de cinco o seis mil. Finalmente, en 1982, se decidió y creó una sociedad limitada que se llamó
Confecciones Keras. El nombre lo elegí yo: andaba a vueltas con los estudios de griego -3º de BUP- y
Keras significa "muchachas" en griego.
Aquella aventura duró cinco años. Representó, para nosotros, la ruina económica y el desmoronamiento psicológico de mi padre. Era sastre, sabía mucho, muchísimo de confección, pero no tenía madera de empresario. Los números no salían: la mayoría de los talleres eran ilegales y los precios que cobraban por coser una prenda eran tan bajos que era imposible competir si se querían hacer las cosas bien. Ahora, miro hacia atrás y recuerdo aquella época en la que todos tuvimos que poner de nuestra parte -yo dejé filología en el segundo año para dedicarme en cuerpo y alma al negocio- y me aparece todo como si yo no hubiese estado allí. Se me hace un nudo en la garganta. Y han pasado dieciocho años.
Tengo mucho que agradecerle a esa bofetada de realidad: aprendí muchas cosas, pero sin duda, las más importantes son que aprendí a darle el valor justo a las cosas; que aprendí a ocuparme y no preocuparme y que aprendí a coser, que es, con diferencia, la mejor y más relajante válvula de escape que conozco. Cada vez que corto un pantalón o que comienzo unas cortinas, me asalta la duda de si sabre hacerlo. Cuando lo acabo, el orgullo se nota en mi cara. La sonrisa se me escapa. He sido capaz de hacer algo de lo que antes era un trozo de tela, sin más.
Ayer tiré al contenedor de papel una caja de cartón que tenía 18 años. Era enorme, y llevaba por dentro un refuerzo desmontable para que el material no se pudiese doblar. Casi tan resistente como una caja de madera o de plástico. En una de sus tapas llevaba pegada una etiqueta en la que se veía escrito el nombre de una empresa y la dirección de ésta:
Confecciones Keras, S.L.
C/Juan de Molina nº 20 b
Sí, lo he repetido: ayer tiré una caja de cartón que tenía 18 años. Pero todavía conservo las revistas de patrones de entonces, y los primeros diseños que hice, y las libretas en las que mi padre hizo sus prácticas de patronaje. Anoche guardé la cajita donde se afila el jaboncillo de sastre, y las enormes tijeras de cortar varias capas de tejido. Ordené los conos de hilos por colores, y los coloqué en cajones de plástico transparentes.
Puede que esto sea una ataque de melancolía, seguramente. Puede que todo lo que hay guardado en esa habitación de mi casa acabe desapareciendo dentro de cuatro o cinco años. Es lo que ocurre cuando una se propone tirar todo lo inservible que hay en su vida y que está cogiendo polvo, instalado como está en unas estanterias sentimentales que tienen poco uso. Por este año ya he hecho bastante.
addenda 14:21Sí que hay mujeres con el pelo largo en la foto: tres, me ha parecido contar. Dos que están en un tercer plano y una que está en la mesa de los hilos y que lo lleva recogido en un copete alto.