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De espaldas

-Entre guiones-

Comida

Veinticino, treinta. No los conté. Tampoco tengo muchas ganas ahora de recordar quiénes estaban. En todo caso, los de siempre. Alguna baja de última hora. Rostros nuevos: los que sustituyen a otros conocidos que se marcharon por el camino del desamor. Conversaciones: en casa de quién será la cena de Nochevieja este año; cuántos quedan todavía sin casa propia; quién es el próximo que inaugura piso de soltero; cómo resultó la última juerga en Linares; quienes cumplimos los cuarenta en 2006...

Distanciada. Así me encontraba yo. Como si fuese una simple espectadora. Hablaba por inercia. Con la sensación de estar repitiendo frases hechas y colocando sonrisas por pura hipocresia social. No son mejores que yo. Lo sé. Ni tampoco peores. Pero ayer tuve la sensación de que no tenía nada que ver con ellos. Con ellas, sí. Aunque sólo con algunas. Con las "mujeres de" no existe chispa, ni tan siquiera entendimiento: trato cortés y poco más. La tarde se presentaba larga y alcohólica. Alguien me dijo que para después de la comida habían preparado un "festival vespertino" en casa de una de las parejas -a dos manzanas del restaurante... se ve que la edad al menos da un poco de cordura; ya se sabe, si bebes, no conduzcas-: doce botellas de cava y un karaoke.

A la hora del café comencé a encontrarme mal. Me tomé el pulso y estaba por encima de 130. Me levanté, cogí mis cosas y le pedí a F. que me acompañara a la calle. Al poquito, pasó un taxi. A las cinco y media ya estaba en casa de mis padres -el sábado lo dediqué a pintar el rodapié del pasillo y mi piso es, hoy por hoy, un cubo de caldo concentrado "olor a pintura"-.

A veces me preocupa mucho ser una enferma imaginaria -una huye como gato escaldado de lo que más conoce-, pero ayer no fue uno de esos días: puede que mi pulso se disparase por la digestión -ésa es la explicación que me dio la cardióloga- o puede que se disparase porque no me apetecía nada estar allí y no me atrevía a marcharme sin más explicaciones. Seguramente fue una mezcla de las dos cosas. El caso es que, a fin de cuentas, no hay mal que por bien no venga. Aunque suene a barbaridad.

No me gusto nada cuando me percato de que cada vez soy más ¿asocial?. Sobre todo, porque se trata de gente a la que aprecio. Pero lo cierto es que hace ya mucho tiempo que dejamos de querer, de desear, de pensar de la misma manera. Y encontrar un punto en común con todos ellos se convierte en una laboriosa y ardua tarea.

La imagen es del cuadro "Grutesco de Trivaldos" y es de Luis Serrano.

Nostalgia


Hace casi un mes escribí un saludo en un foro de internet. Llevaba casi tres años sin visitarlo. Hoy he sentido la curiosidad de comprobar si había recibido respuesta y me he llevado una grata sorpresa. Resulta agradable saberse recordada con cariño -la balanza de la autoestima se equilibra más fácilmente; es casi inevitable-.

De refilón, y como si de un baúl de recuerdos se tratase, el acceso a ese foro a través del apodo que allí empleaba, me ha facilitado el "reencuentro" con algunos mensajes que escribí hace ya algunos años. Rescato uno de ellos. Mejor dicho: recupero la intervención original, ya que mis palabras fueron motivadas por otras anteriores de bichito.



Deudas*

debo a dios la muerte de los viejos sueños
al aire en la palabra, la gravedad sutil del reposo
a Bob Dylan y Elvis Presley, el desamparo de los trenes

debo al metal líquido del blues el idioma del demonio
al fuego sacramental del incienso, la ebriedad del reposo
a la extrañeza de Asia, la pintura fresca para tus pies

debo al río retozando barrancos el afán de cuarentena
al peinado de mirtos del cerro, el recuerdo de nuestras noches
a la falda azul de la luna, el siguiente padrenuestro

debo a tu cuerpo imprevisto
la llama húmeda, el hábito
el nido del canto

*Escrito por satan_online, el 19 de noviembre de 2001




Él debía por haber comido.
Yo por haber soñado.

Él debía por rasgar las cuerdas.
Yo por no llegar a escucharlas.

Él debía porque en la taberna nada era gratis.
Yo porque no supe comprar lo necesario.

El debía porque le enseñaron a cazar por gusto.
Yo porque maté mis sentimientos sin permiso de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Él debía por el caramelo que aceptó de un maqui.
Yo porque no quise recomponer la historia.

Él debía porque tuvo que dejar tras de sí a las piedras que un día lanzó al río.
Yo porque acepté sin quejarme que una excavadora quebrantase su reposo.

Él debía al aire pensamientos atados con ramas de espliego.
Yo debía al cielo el añil del que quisé apropiarme para pintar mi alma de nuevo.

Él debía porque no pronunció un adiós a la mujer que amó.
Yo debía porque me mantuve al margen en su agonía.

Él debía no haberse muerto nunca.
Yo debía haberle mirado más veces a los ojos.

Él debería seguir con su rebaño, a los pies de la Sierra del Silencio.
Yo debería salir corriendo para poder decir lo que no he dicho.

Él debe recuerdos, madrugadas heladas, siegas interminables y mucho dolor compartido.
Ella debe, quiere marcharse con él; porque se está yendo deprisa, sin intermedios.
Yo debo lo que tengo y lo que intuyo.
No sé si llegaré a tiempo. *

*Escrito por morar, el 22 de noviembre de 2001


Me gustaban aquellos juegos en los que cruzábamos ideas, sensaciones, pálpitos. Puede que peque de nostálgica; tal vez. Nunca tuvimos la pretensión de enlazar cadáveres exquisitos -arrogancias a un lado, por favor-, pero tal pareciera que buscásemos una ingenua trascendencia, como un quiero y no puedo, frenados por la palpable y visible evidencia de la mediocridad -hablo siempre por mí; j.a. es un caso aparte-.

Del vértigo de las coincidencias

O del Vértigo, a secas y en mayúsculas. O de las coincidencias y el vértigo, sin dependencias, equiparando.

"...Yo quería ser pintora y descubrí a destiempo que no tenía talento sficiente. Esas cosas siempre se descubren a destiempo, sólo se descubren a destiempo, y no dejan espacio libre para descubrir ninguna otra cosa. Cuando renuncié, ni siquiera tenía veintidós años, pero hicieron falta muchos más para que lograra volver a sentirme tan vieja como en aquel momento.

...Yo no lo entendía, no lo podía entender, y tampoco era capaz de relacionar la suya con mi propia torpeza, esa incapacidad para la aritmética, por ejemplo, que me dejaba en blanco ante una división con decimales, porque las divisiones con decimales no existen, no tienen ninguna relación con el mundo de las cosas verdaderas, las que se pueden ver, las que se pueden tocar, las que se pueden contar. Nadie ha visto jamás una coma con decimales flotando en el aire, pero las manzanas están ahí, las acariciamos, las olemos, las tocamos, nos las comemos todos los días, y por eso es imposible no saber dibujarlas. Porque dibujar una cosa es conocerla, y todas las cosas que se conocen se pueden, se deben dibujar."


"Castillos de cartón" de Almudena Grandes

He llegado a casa a las tres y media. Con prisas. He comido, también con prisas. Y cuando salía por la puerta, a las cuatro menos diez de la tarde, para acudir a una cita a sabiendas de que iba a tener que esperar durante largo rato, he recordado que no llevaba ninguna novela en el bolso. Anoche acabé "El cadáver fugitivo", una policiaca, de éstas a las que me he hecho tan aficionada últimamente. He vuelto sobre mis pasos y ya delante de la cómoda sobre la que dejo las últimas adquisiciones literarias, he elegido un libro. Casi, casi, al azar: no he mirado ni el autor ni el título pero sí su grosor. Me he llevado el más delgado. Manías que tiene una...

Las casualidades son eso, casualidades. Coincidencias, no más. Pero si se mezclan con una cerveza en un lugar no frecuentado habitualmente, puede que sigan siendo casualidades. Si además se le añade pintura, óleo, lienzos, cuadros, modelos, cava, más pintura, más cava y un poco de desconcierto, las casualidades siguen siendo eso, casualidades. Aunque se le sumen líneas para hacer equilibrios y horas de madrugada para borrarlas, las casualidades seguirán siendo eso, casualidades. Lo que no es casualidad es el vértigo.

Me asomé al precipicio, pero no me ha dado tiempo a saber qué hubiera pasado. La sensación sigue, pero la casualidad está camino de Sao Paulo. La coincidencia tiene título: "Castillos de cartón".

Vacío



"Siete en punto, tres grados


Si fuese posible la proclamación de una improbable república en esta comarca –sesenta kilómetros de largo y 700.000 vecinos–, el uniforme sería un chándal de hipermercado, con las líneas blancas y paralelas, geodésicas, bajando desde las cinturas a la tierra. ¿La bandera? Acaso la bolsa del Lidl, ese delicatessen popular donde venden queso fabricado en Alemania para españoles fabricados en Ecuador, Lituania, Costa de Marfil y Panamá. Pida usted pasaportes y aprenda geografía, la verdadera educación básica: 116 nacionalidades y un mismo espacio. Buenos días, mapamundi.


Por ejemplo, un tren. Uno cualquiera de los 386 que se mueven a diario y en cada sentido entre Madrid-Atocha y Guadalajara, extremos del Corredor del Henares. Por ejemplo, el que parte de Alcalá de Henares cada mañana (también aquella, la mañana partida por diez explosiones) a las 7:00 –una forma dócil de decir con tres dígitos “maldita sea, qué sueño”-.


En una vieja canción de Elvis Presley, un “tren misterioso” rapta a la chica del cantante hacia un abrazo “largo y negro”. Un aforismo de Bob Dylan sostiene: “se necesita mucho para reír, pero sólo un tren para llorar”. El bluesman Robert Johnson contempla las dos luces traseras de un vagón: “la azul es mi tristeza; la roja, mi mente”. Tren y tragedia empiezan por la misma letra.

Una coreográfica rutina: el primer “tq” en el primer sms, la calada al cigarrillo antes de subir al terreno desinfectado del vagón, el aroma Disneylandia del chicle de menta, un paso, te imponen la prisa, incluso la mecánica del cuerpo, otro paso, un manual de informática, un libro forrado de papel de regalo con fresones estampados, el diario abierto en la página ligera de los crucigramas, el cigarrillo volando contra la noche, no es posible imaginar otras chispas cuando es tan temprano. Porque todavía es de noche. Siete en punto, invierno, tres grados centígrados.

La línea de Cercanías más frecuentada de toda España: casi 220.000 viajeros al día. En la empresa gestora de los ferrocarriles los han estudiado con afanes sociológicos. Les encanta hacernos retratos-robot. Dicen: mujer joven, con estudios superiores y asalariada. Silencian el salario porque los robots no necesitan comer aunque paguen el abono (45 euros al mes). Quizá baste alimentarse con chicles y besos blancos y rojos como la pintura del tren.

Aída (40 años) lee una Biblia envuelta en plástico negro. Es ecuatoriana. El jueves 11 de marzo de 2004 estaba con este libro en este vagón, el primero del convoy, donde explotaría una de las tres bombas. Pero Aída tiene que enlazar con el Metro y se bajó en Vicálvaro, quince minutos antes de las dentelladas. Ahora lee a Isaías: “Jehová es nuestro camino”.

Las ventanillas del tren, un modelo de la serie 447 fabricado por la empresa CAF, patrimonio de una saga vasca de industriales, son la mejor almohada. Muchos dormitan, una forma tierna de encubrir la consternación. Ni la chica del jersey de cuello alto, ni la mamá africana, ni el muchacho de las rastas son testigos del amanecer, pasado Torrejón de Ardoz. Torretas de alta tensión y páramo: alguien debería escribir una canción con esas palabras. El Cercanías acelera. A veces no logras escapar ni siquiera a 120 kilómetros por hora.

Frases pequeñas como migas de pan: “¿viste a tus padres?”, “ya tengo los apuntes”, “es muy niño”, “te doy un toque luego”, “no seas así”. Un hombre lee algo que parece una proclama, la “Utopía” de Tomás Moro. Cuando se le pregunta por qué esa elección, un tratado sobre la paz, prefiere no hablar. Se quita las gafas. Se frota los ojos con tanto rigor que parece querer arrancárselos.

Javier (36) también estaba aquí cuando la mañana se llenó de tornillería: un kilo en cada una de las diez bombas que estallaron, un aguacero matinal y metálico. Se salvó porque descendió antes de Atocha. “Sigo con la misma impotencia”, dice con una sonrisa que no es sonrisa y sigue manipulando su aparato para leer contadores de agua. Trabajar es el arma de los pacíficos.

La voz grabada de la locutora biónica repite los nombres de las estaciones que ya son letanía: Santa Eugenia, El Pozo... Alguien se suena con un kleenex y el rumor orgánico se extiende en el sigilo del tren. Atocha, el gran intercambiador –casi medio millón de personas al día-, es el músculo cardíaco que nos inhala con puntualidad de historia rutinaria, de chute de toxicómano. Los seis vagones del Cercanías entran en la vía 2 a las 7.38.

-Hasta luego -, dice un joven.

-Igualmente -, le responden.

A las 7.39, hace un año, alguien dijo “hasta luego”, alguien dijo “igualmente”. Tomás Moro sostenía que la vida es repetición de otras vidas. También abominó de las guerras y la fama que en ellas se obtiene. A Tomás Moro lo decapitaron por orden del gobierno. A 192 madrileños de la invisible república de los trenes también los mataron. Ninguno merecía salir así de su gloriosa rutina."


No lo digo yo. No sabría cómo hacerlo. Por eso he traído hasta aquí sus palabras. Gracias, j.a.

Mamá, pupa



Me gustaría poder decir eso y que, como antaño, una mano cálida viniese a posarse en mi cabeza para tranquilizarme. Pero eso es imposible: las aspirinas infantiles con sabor a naranja dulce ya no sirven.

Duele el cuello y duele la mandíbula y duele el hombro y duele la cabeza y duele y duele y duele...

Parezco una sombra. O quizás lo sea.

Ahora mismo tengo la sensación de que estoy apresada por la dentadura de un perro sarnoso que se sabe dueño de ese trozo de carne y no quiere compartirlo con otro.

Harta

Mucho. Estoy harta, cansada, desanimada. Empieza de nuevo el suplicio: horas y horas de hospital; horas y horas de esperas; horas y horas de paciencia infinita...

Me acaban de dar la noticia y no sé cómo santas narices encajarla.

En realidad, sí que lo sé, pero me supera... me desborda. No sé enfrentarme a su dolor y al mal humor que se me acumula en los huesos cada vez que pienso que sus enfermedades han estado presentes en mi vida desde que tengo uso de razón. Es injusto por mi parte, lo sé. Ella no tiene la culpa. Pero es que yo tampoco... puta mierda.

Vuelven a operar a mi madre de la rodilla. Seguramente la semana próxima. Y con ésta creo que llevará 38 intervenciones en su cuerpo. A veces, sólo me queda gritar. Y es lo que ahora mismo haría si este cacharro incorporase la tecnología apropiada para hacerlo.

Ojalá pudiese esconderme, perderme, olvidarme de todo.

Al menos, no será en el lugar maldito de la última vez. Al menos, no veré más enfermos terminales. Al menos, podré sentir que existen enfermedades de las que se sale.

Mierda, mierda y más mierda.

Hoy no estoy nada fina. Pero me da exactamente igual.

Desorientada



Mucho más de lo que sería recomendable, si es que en algún momento de la vida resulta interesante saberse medio perdida.

No sé si he hablado más de la cuenta.

No sé si he callado más de lo debido.

No sé si he sido cruel, y además, con ensañamiento.

Me descoloca cuando me reconozco en esa persona que está analizando, pormenorizadamente, lo que no le gusta de otra, y se desborda en esa disección, se pierde, se ceba en la incapacidad del otro por el mero hecho de descargar mi rabia. No me gusto. Anoche hubiese querido esconderme bajo el regazo de la cama, arropada por la manta, pero no hubo forma de que el calor calmase mi mala conciencia.

¡Qué poco me gusto cuando me veo así!

Y entonces comienza a rondarme el sentimiento de culpabilidad...

Definitivamente, quisiera que la brújula me indicase dónde queda mi Norte, y mientras llega ese momento, que me señalase el Sur para poder buscar un lugar en el que meter mi cabeza y no sacarla durante una temporada.

Hay días en los que una nunca desearía dejar de estar tumbada en posición fetal.

Odio perder los papeles.

Si

Cuando no se quiere pensar




Ocurre que cuando no se quiere pensar, una acaba pensando más de la cuenta.

Fijas la vista en un punto y al final del impás, el punto ha dejado de ser la referencia en la que querías esconderte para no tener que sentir más de lo que tu pulso puede soportar.


[Y después de darle vueltas a un razonamiento que no pasa de eslogan torticero, anoche acabé -cuántas veces he "acabado" estos días pasados- sumida en un afán, casi desbocado, de dejar constancia de todo o casi todo. ¿Qué todo o casi todo? Todo. Notaria. Fidedigna imagen. Fidedigna palabra. Fidedigna impresión.]





Sin luz y con sombras. Desleal.





Torcida. Inclinada. Asomada.
Vértigo y más vértigo.



A veces ocurre que cuando no se quiere pensar, se siente tanto que ni tan siquiera el mirarse en un espejo sirve para encontrarse las heridas.

Y sólo eran las doce y veinte de la noche.



La vida es una puta mierda

Estas cosas no se cuentan, lo sé. Pero me da exactamente igual. Me acaban de llamar para decirme que Sergio, uno de mis amigos de Linares, murió anoche. Se cayó de un andamio y se desnucó. Y me he acordado de Susana, de su hijo Carlos, de tan solo dos meses, de la foto que le hizo con mi cámara para que luego se la mandase por correo para ponérsela como salvapantallas en el ordenador, me he acordado de que teníamos una comida pendiente, de que me agradeció de mil maneras la leña que se llevó este verano de casa porque a nosotros nos sobraba, del armario que me iba a hacer para mi habitación... y me he acordado de mis dieciséis años, de mis veintiuno y del tiempo en el que estuvimos tonteando... y ha empezado a sonar el móvil y era E. para ver qué hacíamos esta tarde, y al momento, el teléfono fijo y esto es una locura, porque esta tarde se casa J., y estamos todos invitados, somos los mismos, y todos queremos ir al entierro y no podemos dejar a J. solo y más teléfono y J. se casa a las seis y a Sergio lo entierran a las seis y con qué cara nos vamos después al convite, y de Castellón a Valencia y la ropa y yo qué sé que es una putada muy grande...

Despejado

... despejado el aire corre un pensamiento por el pasillo. Se le une otro y más tarde otro más no hay manera de hilvanar tanto despropósito en una tarde desapacible casi muerta rota por una música que arranca lágrimas guardadas para otros menesteres pero es que la rabia se disfraza de quebranto y el golpe sube por las sienes hasta dar en la mandibula. Son cosas que pasan piensas pero no hay un silencio que sirva para aquietar tanta duda junta atada manipulda repetida hasta la saciedad. El otro marcha para seguir las pautas sociales y tú te quedas para no seguirlas porque te mantienes al margen y el margen es pensar en otros más y no sabes hasta dónde puedes estar mintiéndote o hasta dónde te estás inventando una vida para vivirla desde fuera porque la cobardía nunca te ha abandonado y nunca te abandonará de eso eres consciente y te escudas para seguir siendo débil incauta perdida insegura. No quieres como dicen que se ha de querer y te preguntas cómo es posible que de pequeña con tu timidez a cuestas fueras capaz de creer que querías y recuerdas cómo dolió la marcha de la abuela y cómo han dolido el resto de las otras ausencias y entonces dudas más si cabe y ya no sabes si haces bien o haces mal porque el mal también se lo inventaron y tú nunca serás capaz de aprenderte de memoria todo el decálogo maligno. El niño llora y lo oyes casi desesperada queriendo gritar pero te callas porque no está bien que una mujer le recrimine a un bebé porque le moleste su llanto porque dicen que una mujer es antes madre que mujer y a ti eso te lo enseñaron muy bien en el colegio y no quieres defraudar a tus vecinas saliendo a la galería para proclamar a los cuatro vientos la ausencia de tu instinto maternal así que disimulas para engañarte una vez más y disfrazas tu desazón de ternura mal disimulada que ni tan siquiera tú eras capaz de interpretar con corrección y sabes que cuando te cruces con la señora del segundo en la entrada del patio le preguntarás educadamente por la dentadura de su hijo y le dirás que fíjate es lo que tienen estas cosas que les duele mucho y como no se les puede dar casi de nada por lo pequeñitos que son que lo único que queda es compadecerlos y te acuerdas de que tú hace años quisiste ser madre y que incluso el hombre aquel que un día te dijo que te quería pero con la querencia debida no como la tuya que eso no es querer ni por asomo se reía a tu lado discutiendo el nombre de las criaturas que juntos traeriais al mundo y te miras el vientre para darte cuenta de que aquello fue un mal sueño porque nunca hubo gestación y esa querencia debida se fue por las cloacas de la crueldad. No es un buena tarde hoy para dar con un puñado de tierra que sirva para sepultar tanta ausencia de arcoiris mariposas nubes de algodón soles y piruletas.


Extracto del primer capítulo de "Enséñame a hacer trenzas" de Mónica Mor

Yo era tonta y lo que he visto me ha hecho dos tontas*

Me apunto a la tendencia de la tonteria supina: creo firmemente que es mejor ser tonta o parecerlo que mostrar, sólo de cuando en cuando, algún apunte de inteligencia social.

*Le he "robado" el título a Rafael Alberti. En 1929 publicó un poemario titulado "Yo era tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos", dedicado al cine mudo.

De disquisiciones baratiles y otras zarandajas

Los doce Apóstoles, reunidos en el mes número siete en la ciudad de Al Sec, comieron dos mil cuatro granos de arroz.

Fue una temeridad.

Acabó siendo un craso error.

La madre de Santiago y Juan miró por encima de su hombro y sólo alcanzó a ver que el sol y el calor se habían olvidado de ella.

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Nunca hay que luchar contra el vértigo, no hay salvación posible. El precipicio no se mueve, pero un paso dado en falso te regala dedal y aguja para remendar el destrozo. Son cosas que pasan, dicen. Todos los días.

Algo es algo.

Quien no se consuela es porque no quiere.

Eso sí, hace pupa.

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El manual de Compresión Virtual hace ya tiempo que se agotó en El Corte Inglés. Los del Grupo Tachín-Tachín Libreros Reunidos, S.A. no están por la labor de afrontar una reedición. Mala suerte, otra vez será.

Estático*

Y como el dios Baco siempre me ha caido fenomenal y en verano se dan con más profusión las celebraciones dionisiacas, sirva esta foto para... ¿para qué? Bué, para lo que sea. Al buen entendedor le compraron un diccionario -¿mande?-. Sí, una perogrullada más, :-P



A todo esto... que lo que pretendía era decir que hasta el lunes, no hay tu tía. O sea, que la menda desaparece. Vaya, que me las piro, pero sin piara de acompañamiento. Ufff, mamá... ¿seguro que no existen los magos malos malosos que hacen conjuros o echan el mal de ojo?

*Lo de estático es por ponerle algún nombre a la entrada, no sé, como la foto es de un mimo monísimo él...

A trozos

Un día se levantó peleona y no quiso entrar en razón. Al menos, en la razón a la que tenía tan acostumbrado a Venancio.


[Yo me adapto. Tú no. Yo me callo. Tú no. Yo me guardo las ganas. Tú no. Yo me cambio de piel cada media hora. Tú no.]


Él redujo su conversación, ató su rostro a un gesto malencarado y vendió las sonrisas al quiosquero de la esquina.


Ella no le hizo caso. Ella pensó que ya estaba bien. Ella fue a la suya. A la de ella, que ya era hora.


Él chantajeó. Tecleó número tras número, una y otra vez. Grabó su demoniaca voz en respuesta a un agradable saludo.


Ella habló. Ella dijo no estoy. Ella renegó de un amor que no era. Ella hizo lo que deseaba, que ya era hora.


[No voy a verte más. Así no.]


Él volvió a cantajear. Volvió a teclear número tras número, una y otra vez. En quince ocasiones dejó constancia de su maldad. Y se fue. Aunque se marcó un órdago de los que hacen época.


[De ésta te vas a arrepentir. Te vas a acordar de mí lo que te queda de vida.]


Lo han encontrado debajo de un puente. Muerto. Ella está llorando por su mala suerte, porque la crueldad le ha salpicado tan fuerte que ha preguntado si existen eclipses perpetuos.


Tengo la sensación de que hay ventanas que se fabrican con cristales insustituibles, y que cuando uno de éstos se rompe, no hay forma de colocar el recambio para que el aire no se cuele por los rincones.

Certeza





Sin tener idea de dónde está el Norte; el mío, no el de los otros.

Sin tener idea de por dónde se pierden los sentimientos contenidos.

Sin tener idea de qué significa la palabra ímpetu cuando se pronuncia

recién amanecido.

Sin tener idea de hasta cuándo los sueños seguirán acariciando una mirada azul.

Sin tener idea de qué camino se inicia desde el momento en el que se se vive

un solo segundo para siempre.

Sin tener idea de casi nada, sin tener idea de si ayer fui Ariadna y hoy y mañana

y pasado seré Penélope; tengo una certeza, una sola, vestida con el traje del único

adjetivo posible:

Hermoso.

Gracias

Confecciones Keras



Ayer tiré al contenedor de papel una caja de cartón que tenía 18 años. Era enorme, y llevaba por dentro un refuerzo desmontable para que el material no se pudiese doblar. Casi tan resistente como una caja de madera o de plástico. En una de sus tapas llevaba pegada una etiqueta en la que se veía escrito el nombre de una empresa y la dirección de ésta:
Confecciones Keras, S.L.
C/Juan de Molina nº 20 b


Llevo dos días sumergida en una especie de batalla campal: no, no me estoy pegando con nadie ni nada parecido, pero a veces, los papeles, los utensilios, los muebles, te plantan cara como si, sabiéndose éstos próximos a su desaparición, no quisieran para ellos un final tan triste. En casa tengo, en una habitación, los restos de lo que fue un taller de confección que montó mi padre en el año 1982: dos máquinas de coser y una remalladora de cinco hilos -la caja de la que me deshice era la que la trajó embalada, en 1986-.

Hace mucho tiempo, cuando mi padre era un medio niño, medio hombre, su familia vendió unas tierras y uno de sus tíos -mi abuelo desapareció en el frente de Pozoblanco, en la guerra civil-, metido en su papel de padre adoptivo, les preguntó a sus dos sobrinos qué tipo de regalo desearían si se dedicase a ese menester un piquillo que había sobrado de esa transacción. Mi tío pidió una escopeta y mi padre una máquina de coser. Todavía está en mi casa de Linares: una singer de cabeza negra, con pedales y rueda de hierro fundido, y una caja-funda de madera. Hermosa. O quizás no sea exactamente hermosa, pero su sonido, cuando comienza a escucharse el va y viene constante del pedal, me arranca una sonrisa. A veces la he contemplado, arrobada, como si fuese una obra de arte única.

Trabajaba de aprendiz de la costurera del pueblo -creo que no tenía más de doce o trece años-. Y a los dieciséis se vino a Valencia, a tratar de solventarse la vida. Nada nuevo bajo el sol, un emigrante más en busca de mejor sustento. Aquí consiguió trabajo en una sastrería muy conocida y, entre puntada y puntada dada a las solapas de los abrigos, hacia de chico de los recados. Fue ascendiendo poco a poco, y tras algunos años metido de lleno en hacer trajes a medida por encargo, se pasó al mundo de la confección en serie, en la que los conceptos básicos de la costura son completamente distintos. Por su preparación, siempre fue encargado de cadena y si la empresa en la que trabajaba, abría un nuevo taller en algún pueblo de la provincia, lo enviaban a él para que lo pusiese en funcionamiento y adistrase a las empleadas -la foto que ilustra esta entrada es del taller de Camporrobles (Valencia), allá por el año 1964; es curioso, todas las mujeres llevan el pelo corto, no se salva ni una-.

Llegaron las vacas flacas y a finales de los setenta la empresa cerró y mi padre se encontró con 45 años y desocupado. No había trabajo o, mejor dicho, nadie quería darle empleo a una persona, que por su nivel y preparación, requería un sueldo elevado, acorde a sus conocimientos. Los más jóvenes no sabían tanto, pero su inexperiencia se suplia con el ahorro en el salario y con una asegurada mansedumbre. Con ese panorama, decidió crear su propio taller de confección. Fue dándole vueltas al proyecto durante casi dos años, y hasta llegó a patentar una marca para pantalones vaqueros, FIMACS, -estuvo un tiempo trabajando en una subcontrata para LOIS- de los que vendimos alrededor de cinco o seis mil. Finalmente, en 1982, se decidió y creó una sociedad limitada que se llamó Confecciones Keras. El nombre lo elegí yo: andaba a vueltas con los estudios de griego -3º de BUP- y Keras significa "muchachas" en griego.

Aquella aventura duró cinco años. Representó, para nosotros, la ruina económica y el desmoronamiento psicológico de mi padre. Era sastre, sabía mucho, muchísimo de confección, pero no tenía madera de empresario. Los números no salían: la mayoría de los talleres eran ilegales y los precios que cobraban por coser una prenda eran tan bajos que era imposible competir si se querían hacer las cosas bien. Ahora, miro hacia atrás y recuerdo aquella época en la que todos tuvimos que poner de nuestra parte -yo dejé filología en el segundo año para dedicarme en cuerpo y alma al negocio- y me aparece todo como si yo no hubiese estado allí. Se me hace un nudo en la garganta. Y han pasado dieciocho años.

Tengo mucho que agradecerle a esa bofetada de realidad: aprendí muchas cosas, pero sin duda, las más importantes son que aprendí a darle el valor justo a las cosas; que aprendí a ocuparme y no preocuparme y que aprendí a coser, que es, con diferencia, la mejor y más relajante válvula de escape que conozco. Cada vez que corto un pantalón o que comienzo unas cortinas, me asalta la duda de si sabre hacerlo. Cuando lo acabo, el orgullo se nota en mi cara. La sonrisa se me escapa. He sido capaz de hacer algo de lo que antes era un trozo de tela, sin más.

Ayer tiré al contenedor de papel una caja de cartón que tenía 18 años. Era enorme, y llevaba por dentro un refuerzo desmontable para que el material no se pudiese doblar. Casi tan resistente como una caja de madera o de plástico. En una de sus tapas llevaba pegada una etiqueta en la que se veía escrito el nombre de una empresa y la dirección de ésta:
Confecciones Keras, S.L.
C/Juan de Molina nº 20 b


Sí, lo he repetido: ayer tiré una caja de cartón que tenía 18 años. Pero todavía conservo las revistas de patrones de entonces, y los primeros diseños que hice, y las libretas en las que mi padre hizo sus prácticas de patronaje. Anoche guardé la cajita donde se afila el jaboncillo de sastre, y las enormes tijeras de cortar varias capas de tejido. Ordené los conos de hilos por colores, y los coloqué en cajones de plástico transparentes.

Puede que esto sea una ataque de melancolía, seguramente. Puede que todo lo que hay guardado en esa habitación de mi casa acabe desapareciendo dentro de cuatro o cinco años. Es lo que ocurre cuando una se propone tirar todo lo inservible que hay en su vida y que está cogiendo polvo, instalado como está en unas estanterias sentimentales que tienen poco uso. Por este año ya he hecho bastante.



addenda 14:21

Sí que hay mujeres con el pelo largo en la foto: tres, me ha parecido contar. Dos que están en un tercer plano y una que está en la mesa de los hilos y que lo lleva recogido en un copete alto.

Impresión



Eso es, una impresión... Meras pinceladas que no dan una forma perfeccionada pero sí dibujan una silueta que se intuye, que se vislumbra.

Soy incapaz de moldear la sensación, pero el hecho de que no sepa qué lugar darle en mi espacio no le resta fuerza.

A veces, sólo a veces, tengo la impresión de ser la única que ha estado, en ocasiones, en el borde de un pequeño abismo.

¿Para qué sirve tanta protección si se deja de sentir? Miedo y pavor, y aún así, cada vez soy más consciente de que la bondad y la maldad sirven para limitar.

Sé que no se entiende, pero es que no me entiendo ni yo misma.

El cuadro se titula "Impresión de un amanecer" de Claude Monet -de ahí el movimiento impresionista-.

Involución



Tengo la impresión de que es un proceso que observo cada vez con más frecuencia. Anoche, cenando con un amigo, me relató cómo había vivido un tío suyo hasta que al llegar a los cincuenta, tal pareciera que le hubiesen dado la vuelta como a un calcetín. De joven, aventurero, provocador, carerra tras carrera delante de los grises... y ahora es tan conservador que algunos han llegado a pensar que les está tomando el pelo.

Yo también conozco a una persona así: una mujer, familia muy cercana. De niña vivió la guerra civil, huyó por las carreteras, unos ratos andando, otros, encima de los colchones que se transportaban en el carro tirado por las mujeres adultas que habían podido escapar. Era hija de republicanos. De un republicano y de una mujer con la mente muy abierta pero que no participaba de la política públicamente, como sí hacía su marido.

Llegaron las mujeres y los niños, huyendo de los bombardeos, a una ciudad lejana a la tierra que los vio nacer y allí se instalaron. El hombre vivió, durante mucho tiempo, escondido en las alcantarillas, hasta bastante después de finalizar la contienda. Su hija, mientras,iba y venía a la cárcel a llevar alimentos y cartas y a recoger la ropa sucia de los compañeros/amigos de su padre que tuvieron la desgracia de caer presos. Su hija, que había nacido en el 32 y que por aquellas fechas rondaría ocho o nueve años, cuando llegaba al recinto carcelario coincidiendo con la salida del sol, veía cómo se abría la puerta grande del edificio para dar paso a los camiones cargados de hombres. Contó, en una tertulia familiar, que en todas las ocasiones en las que estuvo allí tan temprano, conocía a alguno de los que iban de camino al paredón. La niña siguió llevándole la comida a los pocos que iban quedando; la niña siguió visitando las alcantarillas de la ciudad para hacer de enlace con su padre; la niña, si era necesario, salía en la noche, como ocurrió una madrugada, para avisar a Reche porque un paisano metido a guardia civil les había avisado de que ese amanecer lo iban a tomar preso. La mujer-niña contó que esa noche pensó que la vida de Reche dependía de ella y que la podían prender en cualquier momento. Llegó a tiempo. Reché murió hace dos años, a sus 91, atropellado por un vehículo, mientras hacia su andadura diaria en bicicleta.

Pudimos preguntarle, hace ya años, cuando todavía vivía la madre de esta niña que luego se hizo mujer, el porqué era ella la que iba y venía a lugares tan poco aptos para una cría. A eso nos contestó la madre: un niño pasaba desapercibido, de un niño no se esperaba maldad, un niño, si era prendido, se desmoronaba enseguida y los secuaces de los ganadores los preferían, por eso tampoco los agobiaban.

Esa niña se fue haciendo mayor y consiguió, a base de agachar la cabeza y de aceptar como normas las imposiciones de los ganadores, arreglar los papeles de sus padres, que hasta aquel entonces estaban falsificados: su madre vivió durante casi diez años siendo otra mujer. Su carnet de identidad perteneció a una mujer asesinada durante la guerra civil.

Esa niña que se había hecho mayor quisó trabajar cuando casi ninguna mujer trabajaba, porque todas acababan casándose. Y se preparó unas oposiciones y trabajó en una empresa pública con personal mayoritariamente masculino. Como no le gustó el trato que le daban sus compañeros, se preparó otras para una empresa pública en la que casi todos los trabajadores eran mujeres. Estuvo en activo sólo 25 años. Le diagnosticaron una enfermedad que le imposibilitaba para trabajar, con lo que le concedieron una incapacidad laboral total y absoluta para todo tipo de trabajos. Hasta que esto ocurrió, salió, entró, se relacionó con la gente, se casó y tuvo familia...en definitiva, fue una mujer activa, luchadora, nada convencional.

Y ahora, esa niña que se había hecho mayor, se ha hecho más mayor. Mucho más mayor. Y ahora, tener una conversación con esa mujer, ya anciana, que fue niña hace tantísimos años, es un ejercicio práctico de la lógica del caos: escucharla, cuando habla de las mujeres, de la liberación sexual, da miedo. Y causa sorpresa. Y acaba provocando tristeza, mucha, quizás demasiada. Cuando te refiere que eso de que dos hombres puedan besarse libremente por la calle, debería de estar prohibido, no puedes dejar de pensar que a esta mujer, por desgracia, la vida le pasó factura. Y qué dura factura.

No sé si realmente será una regresión, pero sí una involución. ¿Cuánto tuvo que sufrir para que, cincuenta años después, sea capaz de pensar como una adalid del reaccionarismo más duro rechazando de plano todo lo que fue desde que vio la luz por primera vez?

Lágrima



Hace media hora he estado viendo el álbum de fotos de una compañera de trabajo. Tiene dos hijas, las dos adptadas en Bolivia. Las instantáneas son de cuando estuvo allí para recoger a la segunda, a la más pequeña.

Vivieron durante casi un mes en la misma residencia en la que la niña estaba recogida y convivieron durante ese tiempo con el resto de las menores.

No he podido evitar el nudo en la garganta y el que se me escapase una lágrima: esos ojos, llenos de miedo y esperanza a la vez... una de ellas aparece en la mayoría de las fotografías, cogiéndose del brazo de mi compañera. Me ha contado que le preguntaba todos los días si se la iba a llevar con ella. Tiene que ser jodidamente difícil hacer algo así y luego marcharse, sabiendo que casi todas van a seguir solas durante mucho tiempo.

¿Sensiblería? No lo sé. Quizás, impresión. Mucha.

Cabreada, muy cabreada

No me gusta que me tomen el pelo. No me gusta que me traten como a una tonta. No me gusta que abusen de mí. Definitivamente, no.

Estoy muy cabreada. Mucho más de lo que, en apariencia, pueda vislumbrarse.

Nunca he tenido una palabra más alta que otra con un compañero, pero al paso que van las cosas, acabaré teniéndolas.

Sinopsis -uysss,como en una novela ¡ja!-: hay una centralita de teléfonos en el departamento que depende de mí. A su vez, tengo una inalámbrico que utilizo para cuando me desplazo entre plantas o cuando mis compañeros están en la sala de máquinas o resolviendo una incidencia. Los dos tienen permitida, en la salida al exterior, las llamadas a móviles.

Ayer, repasando la facturación de la telefonía fija -al final me voy a alegrar de que Informática se haya hecho cargo de las telecomunicaciones- me quedé clavada en el sillón al ver que desde mi extensión había reiteradas llamadas a móviles, por importes superiores a 6 euros. Se me vino el mundo encima, porque hace un mes y pico fue el propio concejal de Hacienda el que se puso en contacto conmigo por dos importes que superaban los 9 euros -ya sé que los políticos deberían dedicarse a cosas mucho más serias y no a perseguir este tipo de ¿derroches?, pero no soy yo la que le va a decir a este señor que tiene gente con una mano sobre otra que podría estar haciendo eso mismo- y no supe darle razón de ellas. La suerte que tuve es que una de las llamadas se efectuó un día en el que no vine a trabajar porque habían operado a mi madre. Y el número de teléfono era el mismo en las dos ocasiones. Eso me puso sobre la pista y hablé con la persona que, supuestamente, se había extralimitado. Ante mi sorpresa, como toda respuesta, me dijo algo parecido a "¡aahhh! pues si tú no has podido ser, habré sido yo!". Y se quedó tan pancho.

Ahora, aunque sigue dependiendo de este departamento, está en otro porque allí falta personal y aquí la cosa está bastante floja -casi no se me nota que no tengo exceso de trabajo ¿verdad?-. Pero... a ratos, se pasa por aquí, se sienta en su mesa, consulta su correo, chatea por el messenger y habla por teléfono. Muy apropiado, sí.

Ni que decir que los números de teléfonos son los mismos... No me cabe en la cabeza cómo, después del toque que le di y de saber que el propio concejal ha intervenido para averiguar sobre esas llamadas, el tipo sigue en las mismas, a sabiendas de que a quién se van a dirigir, en primer lugar, es a mí.

Por supuesto, le he puesto el candado a los dos teléfonos... pero que no se cruce en mi camino. Porque me lo como.