Me dejé caer
Hace un par de meses escribí una pequeña anotación en esta bitácora sobre la película Déjate caer, dirigida por Jesús Ponce. Entonces no la había visto, por eso no hablé de ella. Ahora sí que puedo hacerlo: la semana pasada me dejé caer por un cine y la vi. Antes de contar mi impresión sobre esta producción, copio lo que se cuenta de ella, a modo de resumen, en su página Web:
"En uno de esos barrios que todas las ciudadaes tienen, con una de esas plazas que esos barrios tienen, pasan las horas tres jóvenes que empiezan a dejar de serlo. Nandi, Roberto Carlos y Gabriel, al que todos llaman Grabi porque nadie sabe pronunciar correctamente su nombre.Los tres son lo suficientemente adultos para tomar las riendas de su vida pero también lo suficientemente inmaduros para tomarlas. Irresponsablemente, ven pasar la vida divagando y ocupando su vacío en un banco entre chistes y litros de cerveza que pagan con lo que le sacan a sus padres.
Pero la aparición de Sunci, una chica dispuesta a formar pareja con Roberto Carlos, rompe el equilibrio que parecía anclarlos en ese mundo de vagos."
Lo que vi fue una película fresca, sencilla, cercana: no es pretenciosa, no engaña, no "decora" los diálogos con discursos sesudos, existencialistas -sí, muchos lo hacen y queda francamente mal...-, no desvirtúa demasiado la realidad en favor de la historia... Es difícil ponerle una etiqueta, porque se mueve entre el drama y la comedia, haciendo constantes equilibrios para que la amargura no se instale en el ánimo del espectador: diría que es de risa pronta y reflexión tardía.
En algunas críticas que he leído y a la hora de hablar de sus protagonistas, los consideran pertenecientes a la generación que ahora ronda los 30. Y sí, es cierto. Están dentro de ella. Pero yo no creo que tengan mucho en común con el representante típico -y al que todos acudimos mentalmente: ordenador propio, videoconsola, televisión en el cuarto...- de esa edad: Nandi, Roberto Carlos y Gabriel no disfrutan de los beneficios del "que lo tengan todo, ya que nosotros no lo tuvimos". Viven en unas casas que provocan claustrofobia, en las que los muebles están amontonados por la falta de espacio; sus padres están más preocupados por sobrevivir que por enseñarles a vivir; no salen, no se relacionan, permanecen atados, como si fueran esclavos de tanto tiempo libre, a una pequeña plaza que no les aporta absolutamente nada; bueno, casi nada. Porque al menos se sienten arropados por el entorno, por el micro-mundo que, sin darse cuenta, han ido creando para permanecer, que no vivir: vegetan, que ya es mucho.
La amistad que se profesan no es tan férrea como ellos piensan: en el momento en el que entra en juego una persona que es capaz de que uno de ellos cambie de banco en la plaza -¡qué bueno!-, el castillo de naipes en el que viven comienza a tambalearse. A partir de entonces, les pasan cosas. Simplemente, sin más. Pasan cosas... fíjate tú... ¡lo que es la vida! Se mueven, salen del cascarón. Hasta incluso hacen un viaje iniciático; sí, aunque sea en autobús al pueblo de la madre de uno de ellos. Es lo que tiene ser mediocre, que no se puede disponer del todoterreno de papá y acercarse hasta el Rocío -por ejemplo-.
¿Qué más decir? Poco más. Que a ratos es divertida; a ratos, tierna -bueno, sólo un poquito-; a ratos, cruda; a ratos, ácida y demoledora -algunos diálogos son de los que te arrancan la carcajada y luego te queda ese regusto amargo del "joer, de lo que me estoy riendo"-. Rocambolesca y tópica -con toda la razón del mundo... ese médico enamorado de la barra del bar es un magnífico contrapunto- y sobre todo y por encima de todo, es una película honesta, sin artificios ni discursos efectistas. Quizás, sólo quizás, si no acaba siendo bien recibida por un sector del público, se deba a que a nadie le gusta que le pongan un espejo delante cuando sabe que lo que está contemplando no es lo que él desearía. No todos somos listos, guapos y existosos. Y nadie, por descontado, ve telebasura...